
Por GABRIELA CHAMORRO.
Fue imposible recuperarlo. Había pasado más de diez horas bajo el agua. Al hundir mis manos en medio del líquido negro y alzarlo se fue despedazando.
Era el cuaderno de primer grado de Facundo, con su primer Muy Bien 10 y el dibujo de la familia donde July, su hermana solo cuatro años más grande que él, nos duplicaba en altura a todos los demás. Es que a sus ojos de hermano menor ella era inmensa, un poco ángel de la guarda, un poco hada madrina y otro poco animadora infantil de televisión con ese pelo largo y rubio.
A dos cuadras de casa, mi mamá, con sus ochenta años a cuesta atravesaba su quinta inundación en el barrio. Mientras limpiaba lo inlimpiable y aunque aún nadaban a su alrededor las heladeras y los televisores, los muebles y el lavarropa ella se aferraba a un papelito chiquito, con una letra hermosa, de caligrafía, de esas que ya no se ven… Era la cartita que su mamá le había escrito a su papá cuando eran novios. Uno de los pocos recuerdos que le quedaba de esa mujer lejana. La mamá de mi mamá, mi abuela Lía, murió cuando ella solo tenía seis años.
Es extraño. Es conmovedor. Es revelador.
El agua cuando se va deja más que basura, destrozos, desesperación y tristeza. Queda en el aire algo más que impotencia, preguntas, cansancio, llagas, dolores musculares, calambres, pinchazos de vacunas y ardor en la piel de tanta lavandina.
El agua cuando se va también nos deja la voz y la ayuda del amigo y de ese otro, que nunca pensamos que nos quería tanto, el auxilio de ese vecino que ni sabíamos que vivía a la vuelta de casa y deja también las zapatillas que donó quien sabe quién y el colchón que alcanzó a cuestas ese otro que, esta vez, tuvo la suerte de no inundarse.
Pero nos deja algo más, nos deja más livianos, un poco más sabios, con ganas de andar más serenos y alegres por la vida disfrutando la intensidad de los momentos de cada día con la gente que queremos, porque en definitiva eso seguro, seguro … nunca jamás se lo va a poder llevar el agua.