
Por GABRIELA CHAMORRO.
Laika está viejita y casi no ve, tiene cataratas. Tampoco escucha muy bien, cuando uno la llama no se da bien cuenta de dónde viene la voz y busca desesperadamente por todos los rincones hasta que encuentra una cara conocida.
Llegó con su nombre impuesto, bautizada como la perrita que viajó a la Luna, hace ya más de una década. Una chica con ojos llorosos la tenía en sus brazos en una plaza céntrica donde suelen juntarse los que regalan animalitos. Al vernos con los nenes tan chiquitos nos pidió que por favor la cuidáramos, que ella era estudiante y que se tenía que volver y que no podía viajar con ella. Y agregó: “Le encantan los chicos”.
Con apenas cuatro meses fue juguete y carrera, diversión y cansancio.
Y así se ganó la atención de todos y más la mía por supuesto que como en todo hogar que se precie fui la elegida divina para encargarme de sus baños, su comida y de limpiar sus “regalitos”.
Confieso que al principio era una carga, ya el trabajo y tres chicos eran suficientes responsabilidades pero hubo un hecho que me acercó a ella y me unió con una atadura invisible. Un tarde, consecuencia de una violación de morada por parte de un perro que se hizo finito finito y pasó por una reja estrecha, Laika quedó preñada.
Tras un embarazo que le cambió la mirada dio a luz ocho perritos. Dicen que es normal que cuando tienen tantos se le mueran algunos, pero a ella no. Fue emocionante verla cuidarlos, limpiarlos, amamantarlos, no moverse de su lado hasta que empezaron a caminar. A partir de ese momento la traté distinto, con más cariño, con más dedicación, con más paciencia y dirán que estoy loca pero yo sentía que ella también me miraba diferente.
Por eso se me hizo un nudo en la garganta cuando los chicos me avisaron que se había perdido. Yo no estaba en casa, estaba a casi 500 kilómetros. Decidí volver a buscarla, pero ya había pasado una noche fuera de casa y tenía terror de no encontrarla.
Nos subimos todos al auto, porque cuantos más ojos para buscarla más fácil iba a ser y ahí cerca de la vía del tren, en un descampado asomó su cabecita. Estaba hecha un ovillito, como si hubiera dormido ahí toda la noche y la alegría por el reencuentro le devolvió la vitalidad perdida y corría y saltaba como hacía mucho no lo hacía.
La paz me volvió al cuerpo y la madre me salió de repente en un reto cariñoso ¡Te voy a matar! ¿Cómo te fuiste así? ¿No te das cuenta que estas viejita y nosotros te tenemos que cuidar?
Ahora cada vez que sale un ratito me mira para asegurarse de que la espere y no la abandone, tiene miedo de perderse otra vez y yo le digo como si me entendiera, porque en realidad sé que me entiende: “Quedate tranquila Laika, acá está mamá”.