
Publicado el 4/10/1996
¡Hola! ¿Cómo les va?. Es nuestra primera comunicación. En verdad, hacía tiempo que teníamos ganas de dialogar con ustedes, con los “Paisanos de Hurlingham”, lectores de El Ciudadano, la idea es reflexionar juntos, sobre el acontecer cotidiano. Pensamos -porque no nos detenemos en “pequeñeces” a la hora de soñar- en esquemas como las “Aguafuertes porteñas” del inefable y trascendente Roberto Arlt, pero regresamos rapidamente al planeta, es decir a la dimensión de nuestras posibilidades, renunciando al vuelo del cóndor para mirar atentamente los pozos del camino. Y allí afloró la solución: hacer lo que se pueda, en función de esa loable mezcla de esfuerzo, humildad y buenas intenciones; sin olvidar aquel sabio apotegma chino que asegura que “el comienzo es la mitad del todo”. La iniciativa se completaba tomando como “eje” para las charlas, un común denominador para agrupar las meditaciones sobre las circunstancias que la vida nos depara día tras día. Una esencia que fijamos en el territorio de la poesía, si es que así podemos llamar a los papeles borroneados, con algo parecido a la consonancia o a la asonancia, que hemos reunido a lo largo de los años. En resumen, contar, a partir de lo cotidiano, como surgieron las síntesis rimadas con las que pretendemos enmarcar la realidad. De que esta sección se titule “Haciendo el verso”.
¿Cómo comenzar entonces, ya que hemos decidido hacerlo?. Nada mejor que analizar lo que nos conmocionó en la semana. Y nada conmueve tanto como la unión de voluntades a nivel comunitario que evidencia el pueblo reunido. Como en la Plaza de Mayo, el último 26 de setiembre. Una visión que en su significado trascendente va mucho más allá que las posturas que se enfrentan en la coyuntura. Porque es la expresión de la forma esencial de la democracia participativa. Esa que tanto reclamamos y que, aún hoy, a casi trece años de su reestablecimiento, nos asusta. Tanto el gobierno como a los ciudadanos. Pensamos, todavía, tal vez inconscientemente, que la protesta desestabiliza, sin detenernos a analizar que en el marco de una auténtica democracia el manifestarse implica el afianzamiento del sistema, su fortalecimiento a través de la convicción de que sólo ese modelo -el de la democracia- es posible la libertad de disentir sin el temor a la represalia por pensar en forma distinta. El tener ideas o apreciaciones diferentes y, no obstante convivir en una misma sociedad, parece aún un milagro para muchos argentinos. Por eso un simple apagón o una manifestación multitudinaria conmociona a ciertas mentes, no ajenas, en muchos casos, a las áreas de gobierno.
Pero también es cierto que la confrontación no es vanal: implica, en verdad, la contienda entre dos mundos, el enfrentamiento de dos códigos de valores hasta cierto punto irreconciliables. El paso de uno a otro no parece posible, sin forzar hasta el rompimiento la memoria colectiva, la historia común, las creencias compartidas o la propia identidad nacional. Nadie cubre la distancia entre la solidaridad y la competencia salvaje del “sálvese quien pueda” sin inmutarse. Sobretodo cuando no se trata de un ejercicio teórico sino la tétrica realidad que supone la desocupación -y también, ¿por qué no decirlo?, el hambre y la miseria- enfrentada individualmente, con las exclusivas fuerzas que provee la voluntad de no rendirse, sin la red protectora de la solidaridad que comparte el problema y hace frente a la angustia. Esa solidaridad que se hace carne en la protesta multitudinaria, en la compañía de los hermanos de clase, en la unión con los compañeros de desgracia.
Del otro lado, el lente oscuro del economicismo atroz. Ese que hace ver un enemigo en cada compatriota que clama por Justicia. Un vidrio envuelto en sombras que habrá que convertir en transparente cristal, para ver que quien siempre obedece casi nunca colabora y el que nunca calla casi siempre ayuda. Para apreciar que sacrificar lo humano en aras de lo económico lleva a una tragedia de imprevisibles consecuencias, y, en cambio, privilegiar lo humano frente a la ventaja material conduce a defender la vida. Para comprender, en definitiva que arrasar el presente no sirve para construir el futuro sino para exterminarlo, hace algunos años, seis o siete, aproximadamente, hilvanamos ciertos versos “lunfas” inspirados en las alegorías trágicas con que Discepolín pintó los dramas individuales y colectivos de la infame década de los años ’30; que hoy, embalados en esta charla, nos vuelven a la memoria:
Cuando la suerte, que es grela,
fayando y fayando,
te largue parao…”
(Enrique Santos Discépolo; “Yira, Yira…”)
AFANO
La crisis lo chapó mal perfilado,
lo embolan el hambre y la miseria,
la guita que no alcanza pa’ la feria,
y la taba que cayó del otro lado.
No arrugó; era duro y obstinado,
gambeteaba la pálida y la histeria,
estrilado el cuore, la facha seria,
las yugaba todas, guapo y confiado.
Pero la mufa lo morfó de atrás;
sin pausa y sin prisa lo enchalecaron,
desesperado, falto de laburo
resignación, tristeza y lo demás.
¡Y al final, sin más, lo amasijaron
el día que afanaron su futuro!.