Lecciones que no se olvidan

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por Gabriela Arrechea

Fue una de las primeras cosas que me enseñó a hacer en el agua mi tía Lillian.

En el balneario de San José, el río Uruguay tenía todas las condiciones: era calentito, calmo, y bien tempranito casi no había gente en el agua.

«Quedate tranquila, sumergí la mitad de tu cuerpo y poné  los brazos abiertos así, en cruz»- me explicó.

Primero lo hizo ella, obvio. Pareció tan fácil y me infundió tanto ánimo que a pesar de mi corta edad,  no me dio nada de miedo y me salió enseguida. Hacer la «plancha» en el río, con los oídos bajo el agua, sintiendo los ruidos exteriores totalmente distorsionados fue para mí una experiencia única. Sentir que me podía aislar, y quedar afuera de todo pero sin irme, con la seguridad del cielo ahí arribita como protegiendome me parecía casi sobrenatural.

En esa posición soñé que era una princesa indígena huyendo de algún animal salvaje y a la deriva esperaba ser rescatada por un cacique. Otros días solo ponía la mente en blanco y en ocasiones me divertía con cerrar los ojos más fuerte o más despacio creando en mi mente mis propios dibujos caleidoscópicos.

Visto a la distancia es muy raro de entender desde nuestra contaminada adultez cómo sucesos tan simples disparan así nuestra imaginación y nos hacen sentir poderosos y fuertes  y cómo de alguna manera se convierten en una especie de amuleto que nos acompañan en nuestro andar por la vida.

Gracias a esa enseñanza recurro a ella  cada vez que puedo, ya sea por simple placer o cuando necesito bajar las pulsaciones, desacelerarme o exiliar por unos segundos de mis días las preocupaciones o alguna inquietud. Y como un «déjà vu» me veo otra vez con mis piernas largas y flacas y mis brazos eternos flotando en ese río colorado que me acuna y  ese gesto, ese gesto de paz dibujado en mi cara. ¡Quién diría que semejante alivio podría ser tan barato?