Por GABRIELA ARRECHEA

Los chicos eran chicos.
Paramos el auto al costado de la ruta, en la nada misma y con la cámara disparamos decenas de fotos con ese marco, para mí, fascinante.
Los ocupantes de los otros autos que pasaban miraban sin entender. ¿Qué podía tener de atractivo ese viejo puente de hierro abandonado y todo oxidado?
Por ahí Robert Kincaid, el fotógrafo del National Geografphic, que se enamoró de Francesca en Iowa cuando fue a retratar los puentes de la zona podría responderlo mejor.
Yo, al menos puedo asegurar que además de esa maravillosa historia de amor entre Meryl Streep y Clint Eastwood de «Los puentes de Madison» me atrapó precisamente ese romance del artista con los puentes que atrapaba sus matices, en miles de tomas con distintos horarios, distintas luces y sombras como si quisiera atrapar su alma.
Igualmente sé que mi encantamiento con ellos proviene de mi tierna infancia, tan distinta a las de ahora, cuando a los chicos nos tiraban la colección completa de Billiken con todos los clásicos infantiles de los cuentos maravillosos que incluían dragones, príncipes, princesas de cabellos infinitamente largos, seres mágicos y por supuesto hermosos y kilométricos puentes que los héroes tenían que atravesar para encontrar del otro lado la felicidad.
Hasta el puentecito de tres pasos para sortear la cuneta de mi barrio que comunicaba la calle con la vereda de la despensa de Don Croba para mi corazoncito de cuatro o cinco años era motivo de alegría.
Con las monedas apretadas en mis manos apenas lo cruzaba llegaba al placer de los habanitos de chocolate o de los angelitos negros, esa golosina de merengue con corazón de mermelada y cubierta de chocolate, que ya no se hace más.
Será por eso que, cuando de adolescente me preguntaban mi vocación yo siempre reprimía la primera frase que me venía a la cabeza para no quedar como una loca: «Quisiera ser puente…»
Aunque sin quererlo creo que, inconscientemente, vivo mi vida intentando serlo. Dentro de mí entre mi corazón y mi cabeza y ya en mis relaciones con mis afectos entre mis hijos y sus abuelos, mis amigos de hoy con los de ayer, mis fantasías con mis realidades y mis sueños con mis logros. Los puentes nos llevan a lugares nuevos y a experiencias a veces insólitas. Si uno se atreve a amenazar el ordenado discurrir de las horas para animarse a caminarlos, quien te dice, por ahí, se puede llevar más de una linda sorpresa.