
Por GABRIELA CHAMORRO.
La perdí y no me di cuenta. Estuve sin ella todo el día y recién cuando la recuperé advertí su falta.
Es que el día había comenzado así, de pronto porque no escuché el maldito despertador y todo se volvió frenético y frustrante: el desayuno quedó por la mitad, y hasta el auto se retobó y paró porfiado dos veces el motor como enojado porque no había tenido el cuidado de ponerlo en marcha y esperar lo suficiente.
La chica que vende el diario en la esquina se quedó esperando mi saludo diario. No se lo ofrecí como cada mañana porque en el camino me distraje con la lista de trámites, estudios y notas que tenía que hacer antes del mediodía.
Más agotada de lo habitual, en la vuelta a casa mi malhumor creció ante el retraso por dos piquetes y un accidente y apenas llegué devoré el pollo a las hierbas que me dejó mi hija Julieta. No tuve tiempo de mandarle un mensaje diciéndole que la combinación de salvia y queso crema había quedado exquisita porque mi paladar no lo captó ya que mi cabeza seguía maquinando febrilmente el tiempo que me quedaba para volver a salir y llegar a la hora indicada para escuchar a mi amiga que, desconsolada consumió todo el resto de mi día contándome entre hipos de llanto que su marido se había ido con otra.
Y ahí, cuando volvía, en el semáforo de la avenida me hizo señas el chico de ojos oscuros y pestañas espesas que siempre me ataja al grito de: “¿Mamita, le limpio los vidrios? ¡Deme lo que pueda, mamita!”
Como nunca acepta un no por respuesta busqué en la guantera el billete de dos pesos y bajé la ventanilla. Mientras él desparramaba agua gris por el vidrio su hermanito mocoso, sucio y con esa mirada pícara eterna en sus pupilas extendió la mano apresurado, antes que cambie de amarillo a rojo y al ver que con la plata iba de yapa un alfajor me devolvió lo que yo había perdido desde el inicio del día: la sonrisa, una sonrisa limpia y desmesurada, generosa y palpitante, cristalina y gratis, totalmente gratis que como un virus contagioso se instaló en mi cara y me develó la incógnita del porqué mi día, cada una de sus horas, sus minutos y segundos había sido un día pesado, gris y totalmente perdido.