Lecciones dificilísimas

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Por GABRIELA CHAMORRO.

Un bucle que me tapaba parte de los ojos y los dientes apretando fuerte fuerte los labios de abajo para así concentrarme más y que no quedara flojo.

En esa foto de mi infancia tendría no más de cinco años y verla de nuevo me hizo recordar que atarme los cordones fue, seguro seguro la tarea más difícil de mi niñez.; más difícil que dormir sola de noche o andar en patines o calcular cuánto de vuelto me tenía que dar Don Croba, el almacenero, cuando me tocaba hacer los mandados.

Primero empezó mamá, con su santa paciencia, le siguió mi hermana mayor, Adriana a la que siempre todo le resultaba más fácil que a mí. Hasta mi mellizo Jorge, pasaba horas preciosas a mi lado dando indicaciones y sufriendo a la par. Pero no había caso, se aflojaba, se desprendía o quedaba tan fuerte que no podía correr y se me quedaban las marcas de las lengüetas en el empeine. La naturaleza dramática que le imprimía a mi existencia hizo que la frustración fuera tan grande que se me cayeran las lágrimas por tardes enteras y me convenciera de que nunca iba a servir para nada y de que era la más bruta e inútil de toda la tierra (que por ese entonces abarcaba para mí un par de manzanas alrededor de mi casa)

Con el tiempo muchos otros desafíos tuve que afrontar, nunca por supuesto tan complicados como éste de mis primeros años y aunque los superé, ninguno de ellos, hasta ahora, me dio tantas satisfacciones como haber logrado hacer el lazo con la presión justa y así atar los cordones de las Flecha blancas, que era obligación, usar de entrecasa cuando volvíamos del colegio. Sin quererlo ligué en mis rutinas las zapatillas al hogar, el recreo, el juego o el descanso.

Y así, ese logro aparentemente tan insignificante para otros se coló en mi vida de adulta con una presencia valiosa e inesperada.
Porque si bien me encanta subirme a cuanta plataforma escondida y botas altísimas invente Ricky, Saverio, don Paruolo o Bendito Pie y a pesar de que adore los stilettos y los suecos de madera y yute cuando llego a casa, lo primero que hago es descalzarme y correr a la mesa de luz donde las guardo. Sí, a ellas, a las que tiro cuando ya no dan más, porque envuelven a mi pie como una caricia y me quitan hasta el dolor de cabeza y las preocupaciones del día.

Con ellas y su firme adherencia a todo tipo de terrenos enseñé a Facu a andar en bicicleta y a Cande y July a patinar como profesionales. Sobre ellas caminé las dos cuadras que me separan de la casa de mamá, con angustia y tristeza para contarle con tristeza que me separaba. Mis zapatillas corrieron, creo que volaron a la casa de mi amiga Stella cuando me anunció, que después de años de intentos y de tratamientos estaba embarazada. Fueron cómplices de mis pies para aprender esa ridícula coreografía que tuve que hacer en el acto del Jardín Maternal ante la mirada de Facu que cual Pachano parecía desaprobar todos los pasos y ahora acá están en mis pies, con el moño perfecto y el ajuste adecuado compartiendo mis recuerdos mientras, acompañada por un café cortado, tecleo, rítmicamente el teclado para esta columna.