
Muchas noches de mi infancia las pasé abrazada a sus patas largas. Me la había hecho mi tía Lillian. Era negra, tan alta como yo y toda rellena de lana. Sara no dormía nunca, tenía siempre sus ojos de pañolenci abiertos vigilando que no me ataquen ni monstruos ni fantasmas, porque ella, más que nadie, sabía de mis terrores nocturnos.
De día también me acompañaba en juegos y tareas escolares y nuestro “distanciamiento” fue gradual, muy de a poquito, hasta que comencé a soltarme de su mano de tres dedos y caminé más segura por mi niñez.
Sin quererlo, pero segura de que el inconsciente habrá hecho de las suyas, aparecieron una Navidad las dos “peponas”. Candela y Julieta las arrastraron a toda hora por la casa, por el patio y por la terraza. Les dieron de comer carbón y galletitas, papas fritas y papelitos. Las bañaron con shampoo y les hicieron tantos extravagantes peinados que muy pronto se quedaron peladas. Fueron protagonistas de obras de teatro, conversaciones y secretos y destinatarias de tantas caricias y besos como retos y castigos de parte de sus precoces madres. Un día, cuando estuvieron listas también les dijeron adiós. Costó un poco, hubo lágrimas y cartita de despedida pero el consuelo que viajarían a Jujuy a manos de unas nenas que no tenían casa y dormían al calor de las raíces de los árboles fue suficiente para que tomaran la decisión de tamaño desprendimiento. Ellas solitas decidieron el destino de sus peponas cuando en el colegio les contaron la historia y comenzaron con la colecta. Estaban convencidas que sus muñecas además de servir de juguetes, servirían de abrigo.
No sé si será que me estoy poniendo vieja y empiezo con este cantito de “todo lo de antes era mejor” pero lo cierto es que no veo a las nenas modernas jugar con muñecas. Los nombres de sus juguetes son todos en inglés y algunos vienen con funciones y manuales que los grandes tardan tres días en descifrar.
No veo juego de caricias, de abrazos de enseñanzas, no veo inventiva, imaginación y no veo diversión.
Para este día del Niño mi más ferviente deseo es que ¡vuelvan las muñecas! Las peponas, las pata larga, los bebotes y las que hacen pi pi, que vuelvan también los peluches y muñecos en todas sus formas, los extraterrestres, los perros salchichas, las ardillas y las jirafas. Que padres y hermanos mayores se unan al juego. Porque que los chicos jueguen y crezcan vinculándose desde el amor con sus compañeros inseparables de aventuras, es un ejercicio que estoy segura les servirá para relacionarse más humana y sensiblemente con sus amigos y afectos del resto de sus vidas adultas.