
Nunca, nunca más me voy a pintar las uñas de rojo.
Como se aproximaba la invitación al casamiento me dediqué a cuidarme por dos semanas para “afinar la silueta”, le pedí a mi peluquero que me pusiera una ampollita en el pelo para recuperar un poco su brillo, compré un vestido y hurgué en los placares de amigos y parientes en busca de accesorios y abrigos. Inclusive hice la inversión de adquirir una pulsera de varias vueltas de perlitas, especial para la ocasión. Hasta ahí iba bien pero justo el último día se me ocurrió la mala idea de hacerme las manos.
Como toda mujer que lava la cocina más de cuatro veces al día (no solo las comidas sino todo aquello que incluye la elaboración de los platos), friega a mano cuellos y mangas de camisa y realiza trabajos de jardinería sin guantes, vivo condenada al rosita, color hueso o a la locura de permitirme un osado beige en mis uñas para así disimular un poco más los bordes y las saltadas de la pintura ante la agresión de detergentes y quehaceres domésticos. Así que, a la hora de elegir me hice la salvaje y opté por un rojo sangre, para dar de paso un poco de color a mi atuendo que variaba del manteca al negro, colores típicamente elegidos por las mujeres que no tienen muchas salidas nocturnas a fuerza de ser sentador, elegante y con la provechosa idea de poder repetir el modelito en cualquier otra salida que, quizás en la próxima década aparezca.
La verdad que lindas, quedaron lindas, no debo mentir, de hecho, no podía sacarle los ojos de encima, las admiraba a cada rato: parejitas, más bien cuadradas como me aseguró la especialista que se usaban, brillantes, lisas ( no como me quedan a mí cuando me las pinto con el máximo esmero) pero a los pocos minutos de iniciar el viaje al “topísimo hotel” donde se iba a realizar la fiesta descubrí, con horror que la pintura de la uña del -en otro momento simpático pulgar- estaba saltada y un manchón blanco (el del color natural de la uña) emergía burlón, casi prepotente arruinando tan perfecto conjunto.
No hubo ocasión en toda la noche en la que me olvidara del “espantoso asunto”, ni las dos recepciones, ni la dulce voz de la cantante de jazz en la comida, ni los números musicales, la cena gourmet o la obscena mesa de dulces. Todo parecía perfecto pero yo estuve todo el tiempo pendiente de la uña maldita, escondiéndola disimulándola bajo la palma de la mano, bajo el vestido, bajo la mesa…
Por ahí exageré un poco, ya sé, por ahí me obsesioné, no sé, de una cosa sí estoy segura: “Nunca, nunca más me voy a pintar las uñas de rojo”