¡Qué lindos los pi pi!

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Por GABRIELA CHAMORRO.

El ruido venía del fondo. Con aire resignado dejé la novela de Ángeles Mastreta a un lado y algo irritada por la interrupción busqué de dónde venía el sonido.

Sí, venía de ahí, de esas dos ramas grandes de la casuarina del vecino que caen sobre la medianera y se acomodan sobre mi casa. Y mientras me tapaba el resplandor del sol que tenía justo enfrente descubrí al perico dale que te dale al coquito sin piedad hasta desprenderlo. Me dio gracia… qué se yo… nunca había visto uno tan de cerca, tan verde chillón, verde loro, como le dicen, con ese casquete amarillo tan a contratono… No pasaron ni dos minutos que se unieron dos más y al ratito, había más de seis, y todos acompasados se dedicaron a dejar casi toda la rama desnuda de sus frutos.

Con semejante barullo era fijo que no iba a poder continuar leyendo así que salí a la panadería a buscar las facturas para calmar la voracidad de los chicos al salir de la pileta y como una cruz parecieron seguirme porque estaban ahí, en la casa de “Los Carrara”. Es la casa grande del barrio, la de los médicos, que ocupa casi media manzana y que mi marido, cada vez que pasamos me dice que quisiera ser gobierno para encontrar algún motivo para expropiársela y quedárnosla, a sabiendas de que, semejante mansión solo podría ser nuestra de esa manera.

Junto con muchos más estaba ahí la familia de periquitos armando su enorme nido en el eucalipto con los coquitos … que me habían robado!!!

Cuando volvía casa masticando la primera torta negra, la risa de las chicas me alcanzó antes de entrar.
Un pájaro bastante grande de pico punteagudo gritaba desde lo alto del cable de luz y se lanzaba hacia el parque atacando al pobre Toto y el perro, con la cola entre las patas corría sin saber qué le pasaba porque claro, desde abajo no había visto venir la amenaza. Apenas si le daba tiempo a buscar algún refugio que otra vez gritaba no sé si para darse ánimo o sería una especie de insulto pajareril y volvía otra vez a la carga sobre el lomo de mi vulnerable mascota.

Tuvimos que tirarle agua con la manguera para que buscara otro blanco y se echara a volar con rumbo a su guarida, que resultó ser ni más ni menos que otro árbol centenario del parque de “Lo de Carrara”.

Así fue como en una tarde calurosa de enero añoré a los simples pio pio de los horneros de mi niñez y descubrí que no había tanto motivo para envidiar y desear la casa del vecino ya que en definitiva no dejaba de ser un simple antro de ladrones, patoteros y mafiosos.